Por Luis Carrasco, Coach Ontológico (Q.E.P.D)
“¿Qué sentido tiene que siga estudiando si vendrá un desastre ecológico?, si ya somos tantos en la tierra, no es mejor vivir estos años cerca de la naturaleza, ¿no será mejor disfrutar mientras se pueda?… en serio papá, ¿de verdad crees que los humanos somos capaces de aprender y vivir en paz?…
Mi hijo Daniel tenía 13 años cuando me dijo esto, hace ya cuatro años; sus preguntas me atravesaron el corazón, las sentí tan profundas, tan angustiantes, que me calaron el alma. Me abrió su corazón de niño desesperanzado, clamando por una respuesta que no fui capaz de dar; probablemente lo hizo esperando que le respondiera que estaba equivocado, que si somos capaces de tener futuro, que su futuro me importa y que no está solo.
Esa conversación marcó un antes y un después en mis propias reflexiones. Hoy siento que millones de seres humanos hemos llegado a un punto de inflexión en la forma como vemos el futuro; somos coetáneos con niños y abuelos interrogándonos vivamente sobre el destino de la humanidad; no como una inquietud teórica o intelectual, no sobre lo que puede pasar el próximo siglo, sino sobre el presente, sobre lo que hoy mismo ocurre. Compartimos una encrucijada central en nuestras creencias y valores, mientras que el planeta nos advierte que no está claro que salgamos adelante si no cambiamos esas creencias fundamentales.
Hoy comparto con ustedes lo que luego de muchas noches de insomnio me hace sentido.
Revisando nuestro modo de habitar el planeta
Sostengo que es necesario revisar las ideas, valores y sentimientos, con los cuales hemos llegado hasta este punto y con los cuales hemos generado tanto daño y tanta destrucción en la naturaleza, tantas desigualdades y tal crisis de sentido en la humanidad. Siento que las consecuencias se nos están presentando todas de golpe, todas juntas a la vez, quizás como una oportunidad para derribar definitivamente nuestra ceguera.
Pareciera que nos movemos en tres grandes posibilidades: por un lado, la negación y el escapismo, que aunque es gigantesco, parece ser cada día menor; por otro lado, la depresión y la angustia, la cual sentimos con más fuerza cada día que pasa; y finalmente, la esperanza del milagro, que puede estar en el despertar de cada uno de nosotros, expresado en nuevas prácticas de encuentro, co-creación y solidaridad.
¿Qué podría estar en nuestro modo de relacionarnos con la naturaleza y con los demás seres humanos que nos ha llevado hasta aquí?
Me he convencido que en la base tenemos un gran fenómeno de desconexión en nuestro modo de habitar la tierra, que no nos ha permitido ver todas las consecuencias de nuestros actos, sean estos en la naturaleza, o en otros seres humanos, o incluso en nosotros mismos; pareciera que solo observamos las consecuencias cuando son “positivas para mi”, aunque sean desastrosas para “el otro”, o para “lo otro”. Tal parece que hemos desarrollado una increíble ceguera como especie para no ver la interdependencia que hay en todo lo que hacemos en el tiempo y en el espacio; para no ver cómo aquello que hago a otro termina irremediablemente, para bien o para mal, afectándome.
Desafiando el paradigma de la competencia
Una de las creencias más profundamente arraigadas en nuestra cultura por miles de años, es la idea de que “para triunfar en la vida es necesario competir”. Esto lo podemos apreciar desde el origen de nuestra historia, sobre todo cuando desaparecieron las comunidades nómades, en los últimos siglos, pero muy especialmente en los últimos años, de la mano de un crecimiento de la producción y del consumo gigantescos, que se han transformado en un credo, en un paradigma omnipresente e invisible que gobierna nuestra mente y nuestro corazón.
Los paradigmas son modelos, mapas o patrones que culturalmente y hasta inconcientemente nos ubican y nos marcan el rumbo, haciendo que desde allí todo nos parezca obvio: el mundo es así, hasta que se quiebra. Consultando a expertos de gran prestigio y seriedad como la Dra. Elisabet Sathouris, al parecer esta interpretación tan recurrida por los economistas, está asociada a la interesada forma en que algunos de ellos en el siglo antepasado interpretaron a Darwin, transformando en dogma la creencia de que “los seres humanos somos básicamente egoístas, e inevitablemente, disputaremos a otros aquello que la naturaleza nos brinde, porque en la naturaleza prima la ley del más fuerte”.
Desde este paradigma hemos aceptado como naturales en nuestra historia muchas de las consecuencias que de él se derivan: ejércitos, imperios, colonias, invasiones, guerras. Hemos creído que el mundo se divide entre ganadores y perdedores, siendo los primeros aquellos que han “vencido a los segundos”, en una competencia por territorios, recursos naturales, poder, influencia, cultura, conocimiento o innovación. Buscamos ser “los ganadores”, y que lógicamente, “los nuestros” lo sean también; Por ejemplo, eso es lo que hacemos cuando nos esforzamos por “dar lo mejor a nuestros hijos”, que no es otra cosa que prepararlos para ser ganadores, (o al menos para que no sean los más perdedores).
Estamos tan acostumbrados a aceptar la competencia y sus costos, que muchas veces incluso nuestro mayor esfuerzo para disminuir su impacto, es dar herramientas para que también “los otros” sean competitivos; nos esforzamos por darles las mejores oportunidades para competir. Asumimos que “los otros” perderán si no se preparan.
En la sociedad de consumo que hemos construido, la competencia se ha transformado en el motor que impulsa la economía, la educación, la innovación, la organización social en los más amplios ámbitos, las relaciones internacionales, las relaciones de pareja, la socialización de la televisión y la entretención. La competencia es la fuerza que empleamos para “ser más que otros” o en identificarnos con los vencedores, en una forma tan movilizadora que pareciera ser imposible de superar. Es una fuerza que ha instaurado el imperio del miedo: miedo a ser derrotados, miedo a quedar al lado del camino, miedo al fracaso, miedo a la soledad, miedo a todo aquello que asociamos con no ser merecedores de felicidad.
Y en un punto de esta cadena comenzamos a competir también con la naturaleza: “nosotros también podemos hacerlo”, pero más rápido, más ordenado, más eficiente, más intenso, etc. Creemos que podemos hacerlo sin las molestas limitaciones de espacio, de tiempo o de ciclos que la naturaleza nos impone. Creamos cultivos de cuanta especie se pueda comer, nos comemos todo lo que se mueva, pasamos de las industrias intensivas a la bioingeniería y de esta a los transgénicos; pasamos de la energía térmica a la nuclear y no nos detenemos. Del cambio al curso de los ríos a las plantas nucleares arrasadas por maremotos.
El Paradigma del Progreso
Con esta forma de actuar hemos creado una doctrina que rige nuestras vidas, haciendo que todo gire alrededor de la idea del progreso, donde “para estar bien hay que estar mejor”: todo puede ser mejorable, todo puede ser conquistable. Pero atención: lo que sucede entonces, es que todo lo que tenemos o logramos, no importa su dimensión, se transforma automáticamente en insuficiente, porque siempre habrá algo más que lo supere, siempre existirá la posibilidad de ganar a otro para estar mejor, siempre algo que conquistar, siempre algo que mejorar; es la esclavitud de la escasez. No hay espacio para disfrutar con lo que somos ni con el presente. Nos transformamos en esclavos de un futuro donde no hay espacio para conservar, tradiciones, instituciones, organizaciones, especies, ni afectos.
Reconozco que hasta hace un poco tiempo teníamos la posibilidad de elegir, porque aún existían formas de vida más lentas, quizás más simples y comunitarias. Ahora ya es mucho más dificil, porque no podemos dejar de competir. Ahora tenemos que luchar por el status, por el “ranking” social, y por alcanzar todo tipo de indicadores que premian a los vencedores y averguenzan a los perdedores. Toda la lógica del consumismo se sostiene en esta voracidad imparable por estar o ser mejor que otros.
Pero, ¿Cual es el costo humano, social y planetario de eso?… ¿qué pasa con “los que pierden”?
Tal parece que hemos hecho muy bien, lo que no hay que hacer.
Un mundo de ganadores y perdedores
Al mirar nuestra historia desde esta perspectiva, descubro que estamos llenos de viejos y nuevos perdedores: Por un lado me aparece el llamado “tercer mundo”, respresentado por África, Asia y América Latina. Pero por otro lado, aparece también una infinidad de “minorías étnicas”, conformada por los mendigos, los ilegales, los estresados, los cesantes, los no capacitados, los allegados, los barrios marginales, las “comunas populares”, “los flaites”, etc., etc. La lista es larguísima. Antes eran esclavos, negros, siervos; a veces eran judíos, a veces árabes, a veces los de izquierda y a veces los de derecha. Tengo la impresión de que cada día crecen los marginados, los “señalados”, los estigamatizados que sufren en soledad.
Pero nuestra histórica ceguera nos ha impedido ver, precisamente allí, la semilla del resentimiento y los deseos de venganza que hemos ido sembrando. La invitación a ganar a cualquier precio, muchas veces sin reglas; la ostentación obscena de los “nuevos ganadores”, de escala mundial, nacional o local, no son otra cosa que el “bulling social,” que forma parte de una dinámica enferma que despierta reacciones inevitables. Son los polos de la competencia: allí están los imperios y los levantamientos, las invasiones y las liberaciones, los golpes de estado y las revoluciones, la cultura de nuevos ricos y los indignados, los tecnocráticos y los políticos. La frustración y la insatisfacción en que se vive cuando se es un “perdedor”, se vuelca incluso hacia sus propios pares. En la exclusión, algunos también pugnan por estar arriba o por “salvarse” y desprecian al resto. La escala puede ser interminable.
¿Cuánta ansiedad por ser más o mejor entra a nuestros hogares por los medios de comunicación reforzando el paradigma?, ¿cuánto desprecio para aquellos que viven en el mundo de una forma más natural, más simple o más austera?
Pero las consecuencias de esta lógica en nuestro entorno hoy son extremas, e innegables. La verdad inobjetable es que habitamos un solo planeta, somos parte de un único ecosistema, compartimos el clima y el oxigeno, los océanos y los polos, somos parte de un mismo territorio y una sola comunidad, con un mismo destino planetario, atado al destino de millones de especies con las que compartimos el milagro de la vida. Ya no está quedando espacio en nuestro frágil hogar para seguir compitiendo entre nosotros por los “recursos naturales”; ya no podemos competir por el hábitat con todas las demás especies de la tierra o nos quedaremos prácticamente solos.
Está comprensión del agotamiento de la competencia está creciendo en la cultura de este tiempo, en la conciencia de millones de niños y jóvenes que les basta con “conectarse a Internet”, para ver lo que hemos ocultado a nuestros ojos. La forma en que funcionaron por siglos o miles de años nuestra más importantes instituciones se está derrumbando, la pareja, el matrimonio, la familia, la escuela, el Estado, los partidos políticos, la Iglesia, las empresas, las comunidades, las ciudades, están en una acelerada pérdida de jerarquía e influencia, y tras de ello una profunda insatisfacción con las verdades que nos dimos por largo tiempo.
La “emergencia” de la cooperación
Sin embargo, al mismo tiempo de todo lo anterior, pareciera que algo está emergiendo, muy rápido, como un inesperado pero poderoso y radical cambio de mentalidad: la convicción de que todas las cosas están conectadas con todas; un pensamiento sistémico que valora el contexto y la experiencia presente; que realza la intuición, la ética, la sabiduría, la creatividad, la inspiración, la estética; la solidaridad. Es una voluntad que crece fuera de las aulas y las instituciones tradicionales, es una especie de avidez por conversar y comprender más, escuchar, respetar, crear confianza, comprometerse libremente, aprender, hacerse responsable, tener compasión, ser amable. Surgen nuevas disciplinas como la “ciencia de la felicidad”, la “inteligencia colectiva”, la inteligencia emocional o la relacional. Vivimos la época de las Redes, tenemos conciencia de ser individuos y parte de un todo, nos llega y llegamos a cualquier parte del planeta, la transparencia y la justicia planetaria se abren paso por Internet.
Ante la crisis del abuso de la competencia se despliega el paradigma de la cooperación. Surge la conciencia que necesitamos cooperar porque los desafíos globales que enfrentamos sólo tienen solución sobre la base de un gran esfuerzo común y compartido. Comparto la creencia que el próximo gran paradigma de la humanidad será la cooperación.
La competencia existe y hasta es necesaria sobre todo si se trata de una competencia “amistosa”: pero la cooperación es mucho más fundamental y más exitosa.
La cooperación ha estado en la base de nuestra existencia en el universo. Miremos el milagro de la vida en nuestra galaxia, en nuestro pequeño y hermoso planeta: toda la complejidad de la vida se articula en la cooperación de electrones y protones, de átomos y moléculas, de células y organismos. Miremos nuestra biología y veremos cien trillones de células funcionando en perfecta cooperación. Miremos nuestras relaciones, desde nuestra vida familiar y en sociedad, a la ciudadanía global, con Internet comunicando a todos con todos. Miremos las Naciones Unidas, o el mismo informe sobre calentamiento global, la mayor investigación científica de todos los tiempos realizada por miles de científicos colaborando unos con otros.
Todo ello es posible bajo la fuerza de la cooperación, sin ella nada de nuestra convivencia sería posible.
Pero es necesario recordarla y reconocerla. La cooperación está presente en los vínculos de afecto, en el respeto profundo hacia el otro, en el amor y cuidado de la naturaleza, en los ritos comunitarios, en los que siguen siendo barrios, en las comunidades, en los juegos de niños, en la amistad y el ocio, en la comunidad, en el construir “nosotros” sin exclusiones.
Es notable que muchas de las personas que han tenido la experiencia de la comunión, como el ser parte de un gran equipo, lo que más destacan es el significado pleno de su experiencia: hablan de formar parte de algo mayor que ellos mismos, de estar conectados, de trascender. Destacan eso como experiencias singulares de sus vidas, vividos como los más completos y como una vivencia realizadora y de crecimiento personal.
Sor Teresa de Calcuta decía que somos gota y somos océano. La cooperación es un camino de crecimiento que nos completa, sin el cual pronto no podremos seguir existiendo.
Necesitamos rescatarla, hacer que surja a la superficie, hacerla consciente, conectarla a nuestra emociones y al futuro. Necesitamos recordar que en todo lugar donde hay más de dos personas puede haber una comunidad. Ello es central para organizarnos en empresas valiosas y valoradas y en comunidades realizadas y florecientes. La cooperación surge en la confianza y la gratitud, en el entusiasmo colectivo, en la empatía y la compasión.
La guerra, es sin duda la más desastrosa de las obras humanas resultado de la competencia llevada al extremo y asociada a la ira, el miedo, el egoísmo o el resentimiento, ya sabemos competir y demasiado; ahora tenemos que aprender a cooperar, porque lo que aspira cualquier ser humano es a ser feliz, no a ganar,
Hoy que líderes de todo el mundo hablan de “la tormenta perfecta”: se refieren a la confluencia de varias crisis de alcance global: la extinción masiva de especies, crisis de sobrepoblación y hambre, crisis energética, crisis económica y financiera, todas las cuales tienen en común que son el resultado de la acción humana y se han agudizado de forma impresionante en las últimas décadas, es la oportunidad para cambiar y aprender. La crisis que nos está poniendo a prueba, como nunca, es la crisis del cambio climático, que nos ha puesto un reloj de arena en la conciencia, frente al cual pareciera que comenzamos a despertar, la pregunta que me mueve el corazón es si ¿lograremos cambiar a tiempo?
¿Seremos capaces de escuchar a nuestros hijos, que nos hablan por tantos de nosotros que ya no pueden?
¿Seremos capaces de aprender a cooperar con otras criaturas de este pedazo del universo?
¿Seremos capaces de hacer el milagro de aprender a habitar la tierra con amor?
Yo creo que sí y mi hijo también… ese es el descubrimiento maravilloso que nos traen los Castellers