Siento que vivo con un par de vampiros que beben mi sangre y la de mi esposa.
Mi vida, la de ambos, poco a poco se va extinguiendo en la angustia, la impotencia y el dolor. La rabia también se apodera de nosotros. Los días, semanas y meses pasan y nada cambia, aún todo puede ser peor. Los vampiros se atacan entre ellos, se quieren matar. Se odian, se maltratan y siguen bebiendo de nuestra sangre, de nuestra eterna esclavitud.
A veces siento que vivo en un manicomio, entre gritos, insultos y amenazas. Un lugar de portazos, de intrigas, de sarcasmos y terror. El miedo recorre todos los lugares de mi casa. No hay respiro, no hay compasión.
Mi casa es una linda casa, tiene un jardín, árboles, también un quincho y una piscina. Es el hogar de dos personas que aún se aman, que llevan más de 30 años juntos y han construido con amor, con errores y sacrificio un lugar para vivir en paz, para compartirlo en el cariño y el respeto.
Lo más triste, lo más inmensamente triste es esa tierna pequeña que es como una flor, una niña bella e inocente que nos muestra su amor y no puede entender lo que está sucediendo, a pesar de que lo está sufriendo. A veces, muy a veces, hay una pausa, una tregua, una lucecita de paz que trae una caricia al corazón y una brisa salvadora que nos hace sentir que estamos vivos, que hay una esperanza. Pero cuando comenzamos a sonreír los vampiros vuelven a atacar, no soportan la luz, ellos habitan en la oscuridad de la rabia.
Siento que hemos fracasado y que vamos cayendo en un precipicio y trato de gritar ¡basta! ¡perdón! … y no se escucha, porque los vampiros no ven ni escuchan y la caída les da lo mismo, saben que tienen un par de alas, esas maravillosas alas que aún se niegan usar.